Siete y media de la mañana; hielo en los cristales; hilo de luz en el horizonte, preludio de un día luminoso pero gélido. Abro mi cuaderno de notas, cojo el bolígrafo, e iluminado tenuemente por los tungstenos me dispongo a escribir una confesión, no se de qué.
Miro alrededor y encuentro algo que siempre está ahí, los recuerdos: unas fotos, algún texto... cosas materiales o inmateriales, esqueletos de historias que fueron, que son, que formarán parte de otras que aún se están tejiendo y serán, testigos que clavan sus miradas en mi nuca.
Todo lo nuevo tiene un lacado especial, un atractivo brillo, un perfume característico a plástico recién desembalado que al poco se van, quedando la esencia de lo que realmente es.
Estos olores se van mezclando para dar lugar al recuerdo y pasar a formar parte de nuevos ítems de mi colección particular, iluminados por la lamparita de mi mesilla.
Sin embargo, hay cosas que parecen albergar la magia, el misterio, algo especial que provoca que cada vez que se gira la cabeza, plantando cara, enfrentándote al pasado; hacen que tu pupila se centre en ello y se dilate, que tu cerebro recuerde el primer instante, el perfume a no gastado, y piensas: "ojala pudiese dar un giro, una vuelta al reloj de arena, que me volviese a poner en el momento de desembalaje, con la sonrisa en la boca y la ilusión cargada".
Siempre quedará ese olor en mi memoria, siempre permanecerá tu aroma en mi cuello, tu sonrisa en mi mirada.
Valero
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